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La República de los Incómodos

  • Foto del escritor: Harold Kurt
    Harold Kurt
  • 16 jul
  • 12 Min. de lectura

Actualizado: 21 jul

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El café estaba casi frío cuando Lucía apartó la taza y miró a Ernesto con esa expresión tan suya: mitad escepticismo, mitad ternura.

—La encuesta presidencial de ayer no me impactó tanto como a ti.

—¿Ah, no? —Ernesto arqueó una ceja, sonriendo—. Ilumíname, politóloga.

—Deja las bromas. Hablando en serio, hay que ser muy ingenuo para tragarse todo lo que dicen los candidatos.

—Dame tus razones. Prometo no creer en ninguna encuesta más… hasta la próxima —dijo Ernesto, levantando la mano para pedir otra taza de café, con una sonrisa ladeada.

—Muchos votan por la cara más simpática o la frase más bonita. Y eso es justo lo que ellos quieren: que creas en promesas huecas. La mayoría olvida. Vota y se decepciona.

—Y después aplauden, como cuando les venden el milagro del litio —replicó Ernesto, dándole un sorbo a su taza vacía y buscando con la mirada si alguien traía el café que había pedido—. “Esta vez sí, ahora sí salimos de la crisis”. Ya hasta suena a chiste.

—¿Sabes qué me da más miedo que ese discurso del litio? —dijo Lucía, peinándose un mechón—. Que nadie recuerde los discursos anteriores. Que vuelvan a aplaudir la fábrica de baterías… y que dentro de cinco años otro iluminado siga prometiendo construirla.

Ernesto soltó una carcajada.

—La amnesia da menos jaqueca que pensar, Lucía. Pregunta a cualquiera cuántas veces se anunció la industrialización del litio. Te apuesto una cena a que la mitad responderá: “¿No es la primera vez?” Y la otra mitad: “Pero esta vez sí lo hacemos”. Son expertos en reestrenar promesas viejas.

—Te juro, cada vez que escucho eso, me acuerdo de mi abuelo. Murió en 2008, todavía con el periódico en la mano, soñando con esa batería nacional que nunca llegó. Siempre decía: “Lucía, el día que hagamos algo con el litio, te pago la universidad”. Al final no hubo litio ni pago de universidad. Me gradué de politóloga trabajando turnos dobles en un café.

—Y luego tu padre se fue también esperando lo mismo: la dichosa industrialización… Harían lo mismo que hicieron con los hidrocarburos: lo gastarían en canchas de fútbol con césped sintético en el desierto altiplánico, donde nadie va por estar demasiado lejos ¿No eran más importantes hospitales y escuelas?

—Y ahí vamos —replicó Lucía—, tragándonos promesas y cifras sin preguntar quién las inventa. “El crecimiento está sólido”, dicen. Sí, sólido como la bruma. Luego investigas en la CEPAL, el Banco Mundial… y nada cuadra.

Ernesto revolvió el café que le habían traído.

—Yo sigo porque mi hermano perdió su trabajo en una de esas “obras estrella” que nunca terminaron. No me trago más cuentos. Pero qué rico es creer. Es más cómodo dejarse llevar por el cuento que revisar facturas. Mira los bloqueos, los paros… oriente contra occidente, pititas contra masistas… Y mientras nos peleamos por Facebook, por TikTok, ellos firman contratos a puerta cerrada. Genial, ¿no?

Lucía anotó algo en la tablet.

—Pero estoy segura de algo: la única vacuna es no olvidar.

Ernesto se encogió de hombros mientras una canción empezaba a sonar en el lugar.

—Pero recordar exige cerebro. Y cerebro exige café —levantó la taza y tomó un sorbo—. Pediremos otra ronda.

—Oh, no. Con dos tazas es suficiente. Oh, esa canción me gusta mucho. ¿Lo conoces?

—Lo escuché alguna vez, pero no sé quién la canta.

—Es Everybody Wants to Rule the World, de Tears For Fears. Qué coincidencia… todos quieren dominar el mundo. Bueno, continuando: sin memoria, todo parece siempre “el gran proyecto del futuro”. Pero ese gran proyecto ya tiene veinte años —asintió Lucía, llevándose la mano a la frente—. La rabia sin razón solo llena estadios de fanáticos y divide barrios. Por supuesto que es una maquinación. Nos lavan el cerebro para indignarnos, para distraernos. Ya sé que debatir cansa, pero el silencio pudre más. Si la gente leyera historia económica, vería que eso de “antes de 2006 todo era pobreza” es puro mito. Hubo reformas agrarias, ciclos de auge, crisis… Pero es más fácil tragarse el slogan que abrir un libro.

—Y cuando quieres indagar —dijo Ernesto, dibujando un cuadrado imaginario en la mesa—: “Muéstreme contratos, licitaciones, auditorías…”, te miran como si pidieras la fórmula de la Coca-Cola. ¿Te acuerdas de la ABC? ¿Los contratos de gas? Todo bajo llave, pero el spot de “lucha contra la corrupción” brilla a toda hora.

—Y la propaganda disfrazada de noticia —dijo Lucía, pensativa—. Tres horas de noticiero mostrando al presidente cortando cintas de canchas y puentes minúsculos, como si inaugurara la Muralla China. ¿Y la prensa? Aplaude… mejor dicho, cobra y aplaude. Pero no se dan cuenta de que idolatrar líderes es como criar gatos salvajes: tarde o temprano te rasguñan la cara. O cuervos que luego te sacarán los ojos. Hoy son héroes; mañana se descubre lo del Fondioc, con millones perdidos; el caso de Zapata, con favores políticos; ítems fantasmas… y resulta que su moral intachable era de papel.

Ernesto soltó un silbido, dando un golpecito a la taza.

—Siempre paso con todos los gobiernos, pero la gente cree que indignarse en Twitter basta. Y no basta —se encogió de hombros—. En Potosí, Santa Cruz, Cochabamba hay valientes revisando licitaciones, organizando foros, señalando alcaldías podridas. A veces ganan, a veces pierden, y uno los ve sin apoyo de la mayoría.

Lucía sostuvo su mirada, con un destello desafiante.

—Es verdad, no solo es el gobierno de turno; también las gobernaciones y alcaldías. Pero el que incomoda paga el precio. Te llaman, te advierten, te empujan al silencio. Pero esa es la prueba de que vas bien. Preguntar incomoda. Y, si incomodas, se rompe el guion.

—Todos saben que la justicia está secuestrada… pero qué flojera armar una reunión vecinal, ¿verdad?

—A veces pienso que no presionan porque no tienen solidez. No leen, no se informan, no investigan —replicó Lucía, esbozando una sonrisa breve mientras miraba alrededor—. Suena duro, ya lo sé, pero es la verdad: la mayoría no distingue un mito de una estadística. Si estudiáramos un poco de filosofía, historia, derecho… veríamos la cantidad de falacias y mentiras que pregonan los gobernantes.

—A veces creo que exageras —dijo, dando un golpecito con el dedo, como si afinara un tambor imaginario, e inclinándose hacia ella con media sonrisa—. No todo político es un farsante. Algunos arrancan con buenas intenciones… hasta que descubren que la silla es cómoda y el presupuesto, tentador.

—Claro que algunos empiezan limpios —respondió Lucía, inclinándose también—. El problema es que el poder prueba hasta al más puro. O lo pudre, o lo quiebra, o lo vuelve cínico. ¿Cuántos resisten sin mancharse?

—Pero sin un poco de fe tampoco hay democracia —insistió Ernesto—. Si empezamos desde la sospecha absoluta, acabamos paranoicos, encerrados, hablando solos como locos de café. ¿Quién construye algo con tanto recelo?

—No se trata de paranoia —replicó Lucía, bajando un poco la voz—. Se trata de vigilar incluso al que hoy parece honesto. Porque si no lo vigilas, mañana él te vigilará a ti. El poder siempre tantea hasta dónde puede llegar.

—Tal vez tengas razón… —dijo Ernesto, mirando por la ventana—. Pero a veces pienso que tanta lupa puede quemar hasta al buen tipo que solo quería arreglar baches. Demasiado control convierte a cualquiera en mártir quejumbroso. Y si no, mira cuántos se victimizan.

Lucía soltó una risa breve.

—Eso mismo dicen siempre: que necesitan “espacio”, espacio y tiempo para trabajar. Y cuando les damos espacio, construyen impunidad. Prefiero incomodar hoy que llorar mañana.

El silencio se deslizó entre los dos, tan pesado como la lluvia que amenazaba afuera. Ernesto levantó los hombros, resignado.

—Tal vez la incomodidad sea el único impuesto que vale la pena pagar —murmuró, dándose por vencido con un gesto dramático.

Luego se inclinó sobre la mesa, garabateando algo en su cuaderno.

—Y cuando uno pregunta por contratos, auditorías, licitaciones… te miran como a un loco. Mira la exportación de gas, la ABC… siempre bajo llave, pero para el spot siempre hay “lucha contra la corrupción”. Con un comunicado basta para callar al gran público.

Lucía se quedó callada, mirando la lluvia golpear el vidrio. Giró la taza, recogiendo un grano de azúcar derramado, pensativa. Luego clavó de nuevo los ojos en él.

—¿Sabes cuál es el verdadero problema? —dijo, como quien confiesa un secreto conspirativo—. Que nadie quiere tomarse la molestia de entender. Leer, comparar, contrastar… Eso quita tiempo de TikTok y series. Y en TikTok todos repiten el último hashtag del gobierno, sin preguntar de dónde salió. ¿Quién verifica un reel de quince segundos? Ahí está la trampa: si entendieras cómo se construye un relato político, verías el truco. Pero para eso hay que abrir libros de filosofía, derecho, economía… ¿Cuántos lo hacen? Pues nadie, ni los que dicen que “defienden la democracia”.

—Pensamiento crítico —interrumpió Ernesto, chasqueando los dedos—. ¡Bingo!

—Eso mismo.

—Pero es que leer es peligroso —dijo Ernesto, soltando una carcajada breve—. Cuando lees, descubres que ningún discurso es tan limpio como se vende. Todo relato tiene costuras invisibles. Por eso prefieren darte un slogan antes que un párrafo de explicaciones bien fundamentadas.

Lucía se encogió de hombros.

—Y cuando uno empieza a preguntar, incomoda. Por eso muchos repiten como papagayos lo que oyen en la radio: que antes todo era hambre, que ahora somos un país en desarrollo, pero extrañamente sube la gasolina, escasea la comida, no hay dólares y ya no pueden tapar la mentira. Pero hasta que eso no reviente, cero preguntas. Cero neuronas en movimiento.

Ernesto se inclinó, conspirador, y bajó la voz como si contara un chisme.

—El peor enemigo de un político es un ciudadano curioso. El segundo peor: uno que sabe leer estadísticas.

Lucía soltó una carcajada discreta.

—Y el tercero: uno que lee filosofía y se da cuenta de que la libertad no se mendiga, se ejerce.

Ernesto levantó su taza, la chocó con la de ella con gesto solemne.

—Brindo por eso. Y por seguir leyendo, aunque sea en cafés con sillas cojas y wifi fallando.

—No exageres, este no es un café de mala muerte; de hecho, es uno de los mejores de Sopocachi —respondió Lucía, hojeando titulares imaginarios en su celular—. ¿Sabes qué es triste? Que la gente repite lo que ve. Si un canal muestra una carretera, nadie pregunta si está entera o solo pintada para la foto. Da igual: el titular manda.

—La frontera entre prensa y propaganda es cada vez más invisible —afirmó Ernesto, poniendo cara de sabio de caricatura—. Si no la marcamos nosotros, ellos la borran.

—Por eso hay que decirlo claro: eso no es información, es puesta en escena.

—Que entreguen obras, perfecto —rió Ernesto—. Pero que no nos vendan la muralla de ladrillo de una escuela rural que vale poco, frente al millón de sobreprecio que le pusieron y que la publicidad pregone como si fuera la Muralla China.

—Exacto —dijo Lucía, tomando un sorbo—. Que la foto no tape el hecho. Y que la prensa investigue. Hay que pedir cuentas, exigir papeles.

Ernesto abrió las manos.

—¿Y por qué no se hace? ¡Porque da flojera! —dijo, burlón, bajando el tono—. El fanatismo ciego es veneno. Idolatras a un líder y un día terminas justificándolo, aunque lo pillen con la mano en la masa. El culto a la personalidad siempre huele a fanatismo barato. Hoy lo pintan de héroe incorruptible; mañana se rodea de ladrones con corbata. Y el círculo vuelve a girar.

Lucía soltó una carcajada irónica.

—Y siempre habrá un fan que lo justifique: “Bueno, pero es humano… además, dicen, mira allá, tal o cual quiere vender el país a los extranjeros, a los gringos”. Desvían la mirada, apuntan a otro lado para venderles lo mismo o más a los chinos.

Ernesto se encogió de hombros.

—Lo peor es que se vuelve deporte nacional. Hoy idolatramos a uno, mañana aterriza otro con discurso de “nuevo líder” y reciclamos la fe en otro envase, como si fuera botella de plástico. Es el clero político que siempre necesita un santo de turno. Después, nueva decepción, nuevo pretexto. El carrusel nunca para.

—Por eso —interrumpió Lucía—, hay que recordarlo siempre: el poder sin mecanismos de control corrompe todo, incluso al que parecía virtuoso. No hay santo que no huela mal si nadie le huele la sotana. Al principio compran a unos cuantos, sujetan conciencias. Luego se creen intocables. Y siguen comprando… hasta que, de pronto, deben pagar para silenciar a quienes saben demasiado.

—Así que: cero altares, cero estampitas —dijo Ernesto—. Que el político sea un funcionario, no un santo de yeso a quien rezar. Y que no olvide que está ahí para sudar la gota gorda, no para que colguemos su foto en la habitación.

—Ni caudillos ni partidos sagrados —remató Lucía—. Todos bajo la lupa. Todos son imperfectos. Mejor un político incómodo que un mártir de yeso que termina en pedestal.

—Y cuando aparezcan con el show de “sin mí, todo se hunde”, pues toca reírse fuerte —añadió Ernesto—. Y después fiscalizarle el doble: “A ver, campeón, ¿qué tanto quieres esconder para soltar ese melodrama?”—Exacto: menos incienso y más lupa. Para santos, ya tenemos iglesias. Además, dato mata relato.

Ernesto se inclinó hacia ella, dibujando un esquema invisible en el aire.

—Mira, todo bien con leer, preguntar, mandar cartas… pero el llanero solitario no dura mucho. Uno grita y lo callan. Dos se quejan y les cierran la puerta. Diez organizados ya incomodan. Un loco que está solo es fácil de triturar. Una red, un colectivo, un foro… eso ya es otra historia. Pero la gente no se organiza.

—Y no hablo de partidos reciclados —asintió Lucía—, esos que te usan para llenar mítines de cartón, los dinosaurios. Ni de los que se disfrazan de fiscalizadores solo para agarrar micrófonos y pescar votos. Hablo de plataformas ciudadanas sin permiso, sin padrinos. Que el poder no se estanque en cuatro iluminados, porque ahí todo se pudre. Todo se corrompe cuando el poder está en pocas manos. Y claro, aparecerá el que diga: “Bah, todo está podrido, da igual”. Y no, no da igual. La resistencia multiplica grietas. La protesta organizada se vuelve ruido difícil de callar. Al final, solo se pide una cosa: transparencia. Que no nos metan el dedo en la boca.

Ernesto sonrió entre dientes.

—Tal cual. Nos empacan promesas, cifras barnizadas, fotos incriminadoras, discursos de mártires y mesías. Y, si no tenemos memoria ni juicio, tragamos todo como borregos con diploma.

—Por eso hay que estudiar —sentenció Lucía—. Filosofía para entender la palabra torcida. Historia para recordar que la novedad suele ser reciclada. Derecho para saber qué exigir. Economía para no tragarse la bonanza pintada a brochazos y con cifras que dejan en vergüenza a las matemáticas.

Ernesto levantó la taza, como brindando.

—Y, sobre todo: aprender a preguntar. Pensar no es solo un lujo para sabiondos de biblioteca. Es el mínimo deber de quien paga impuestos y camina por calles llenas de promesas con fecha de vencimiento.

Lucía lo miró, sonriente.

—El que no recuerda, repite. El que no pregunta, obedece. El que no estudia, aplaude al ladrón sin darse cuenta. Salud, aunque sea con café.

Ernesto soltó una carcajada que se mezcló con la lluvia que comenzaba a golpear la ventana.

—Si molestas demasiado, te ponen en la mira. Pues que lo hagan.

—Que digan lo que quieran —dijo Lucía—. Prefiero ser la piedra en el zapato de un político que la alfombra que pisa cuando reparte aplausos. Y que cada libro abierto, cada pregunta, cada dato bien revisado, sea una grieta más en su muralla de cartón.

Mientras Ernesto garabateaba en su cuaderno, el televisor del café cambió a un noticiero: «El presidente anuncia negociaciones para la venta y la creación de una fábrica de baterías, y promete un nuevo boom económico para La Paz tras el descubrimiento de un yacimiento…». Lucía y Ernesto se miraron; ella soltó una risa estruendosa.

—Otra vez el mismo cuento —exclamó Lucía, un poco avergonzada al notar que algunas personas del lugar la observaban—. Vamos, Ernesto, hay que escribir ese informe.

Lucía escribió en la tablet: «Primer paso: foro ciudadano, sábado…».

—¿Te apuntas? —preguntó, deslizando la tablet hacia Ernesto.

—Claro que sí —dijo él—. Regresemos a la oficina, antes de que este café nos haga mártires del resfrío… y con este frío…—¿Tomaste apuntes de esta conversación? —preguntó Lucía.

—Sí, tengo un resumen —respondió Ernesto, dándose aires de cronista de café.

—¿Puedes mostrármelo?

—Anoté los puntos esenciales. Te los leo:

• Desarrollar pensamiento crítico y memoria histórica.

• Contrastar fuentes y verificar datos.

• No dejarse hipnotizar por la emoción inmediata.

—No olvides adicionar: participar y debatir activamente, y cultivar la autonomía intelectual.

—Lo anoto, jefa. Sigo:

• Exigir transparencia real y rendición de cuentas.

• Reconocer y denunciar la propaganda disfrazada de noticia.

• No endiosar líderes ni partidos.

• Organizarse con otros ciudadanos despiertos.

• Y, por último, conservar la santa costumbre de incomodar.

—Muy bien —dijo Lucía, levantando el pulgar—. Vamos a desarrollar el informe. Creo que ya es hora de que te compres una tablet; ya sé que no te gusta, pero es necesaria.

Ernesto se levantó, mirándola con recelo. Se sacudió migas imaginarias de la chaqueta y, contemplando la lluvia tras el vidrio, sentenció, pensativo:

—Ningún poder es eterno cuando se topa con una mente despierta. Ningún discurso sobrevive a quien recuerda. Ningún charlatán prospera donde florecen las preguntas.

—Quizá incomodar canse —añadió Lucía, abrochándose el abrigo—; quizá pensar duela, quizá preguntar incomode a propios y extraños… Pero la única vacuna contra el poder absoluto es la conciencia vigilante. Y la única derrota será para nosotros, si nos rendimos a movilizar el pensamiento.

Ernesto guardó su cuaderno.

—Si seguimos preguntando, algo va a ceder —dijo.

Lucía asintió, ajustándose el abrigo.

—Que tiemblen los que esconden papeles.

Afuera, la lluvia seguía cayendo sobre techos oxidados, paredes descascaradas y calles descuidadas. Salieron, dejando las tazas vacías bajo la lluvia que no cedía. Mientras cruzaban la puerta, una foto desvaída en la pared —una marcha de 2003, puños alzados contra el cielo— pareció mirarlos. No eran héroes ni mártires, sino dos ciudadanos comunes que, entre el aroma del café y el murmullo de la lluvia, forjaron un pacto silencioso: incomodar, cuestionar, resistir el silencio. Bajo el aguacero, sus pasos resonaron como el primer latido de una grieta que comenzaba a fracturar la indiferencia.


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