Cómo matar la literatura y la salir aplaudido
- Harold Kurt
- hace 9 horas
- 2 Min. de lectura

¿Qué son los best sellers sino formas de suicidio cultural?
La verdadera literatura no ha sido proscrita por decreto ni eliminada por la censura; ha sido, más bien, sofocada por la abundancia. En una época donde todo debe ser rápido, brillante y vendible, la saturación de best sellers —efímeros, complacientes y perfectamente digeribles— ha convertido el panorama editorial en un ruido constante que impide pensar, escribir o leer con hondura. Estos libros, fabricados con precisión quirúrgica para complacer al algoritmo y acariciar el ego del lector, son el equivalente editorial de una comida rápida: adictivos, vacíos y, al final, indigestos.
La literatura auténtica, por el contrario, requiere lentitud, interpretación y esa herejía moderna que es perder el tiempo releyendo. Exige esfuerzo, resistencia al scroll, y una soledad incómoda, no monetizable. Pero vivimos en la era de la positividad obligatoria, donde todo debe inspirar, motivar y, por supuesto, vender. Lo que no se consume con entusiasmo y emojis es rápidamente diagnosticado como “muerto” o, peor aún, como “aburrido”.
Porque sí, al parecer ahora la literatura debe ser “fácil de leer”, “útil”, “empoderadora”... como si Dostoievski necesitara consejos de productividad. ¿Y Kafka? ¿Qué diría en una entrevista de TikTok de tres minutos? ¿Que La metamorfosis fue parte de su “proceso de crecimiento personal”?
¿No es este, acaso, otro síntoma de la violencia de lo igual —los best sellers salidos de enlatados—, esa lógica perversa que anula toda diferencia en nombre del confort y la lectura exprés? ¿Qué buscan ahora los escritores: que se compren sus libros o que, verdaderamente, se los lea? Porque comprarlos —por compromiso, afecto o simple cortesía— no es sinónimo de leerlos.
En esta fiesta interminable de likes, la palabra que incomoda (bienvenido leer con diccionario) se trata como un error del sistema, como una escritura que “no atrapa”. Y, en medio del estruendo de lo idéntico, leer —o mejor aún, releer— en silencio y con pausa se ha vuelto un acto de resistencia solitaria, casi subversiva.
Porque leer, además, ya no se hace en silencio: hay que anunciarlo, compartirlo, subirlo a las redes, preferiblemente con una taza de café al lado y una frase subrayada —la más obvia, por supuesto—. Ya no se busca comprender, sino demostrar que se está leyendo. Y no me refiero aquí a la difusión sincera, a ese afán noble de dar a conocer buenos libros; hablo del impulso mimético de leer lo mismo que todos. Se celebra la lectura en masa, donde las recomendaciones suelen ser de libros que se leen en tres días, con una riqueza de lenguaje casi escolar, y donde el sentido se diluye entre hashtags y consejos algorítmicos, escritos con receta.
Lo íntimo, lo que exige meditación y reflexión —aunque se trate de una novela, y de las buenas— se ha vuelto sospechoso, y el silencio, un lujo excéntrico.
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