Confesiones de un escritor que nadie leyó
- Harold Kurt
- 8 jun
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 9 jun

—¿Así que usted tenía una revista?
—Sí… una revista literaria pobre. La vendíamos en puestos de periódicos; estaba ahí, entre El Diario, Presencia y el periódico Hoy.
—¿Y la gente la compraba?
—Al principio, sí. Nos preocupábamos por la difusión. Fuimos a la radio, a los canales de televisión. En esa época no había internet. Luego las ventas bajaron y, seamos honestos, la mayoría la compraba por lástima.
—¿Por lástima?
—Claro —dijo temblando, encendiendo un cigarrillo—. Nos veían allí, bajo el sol, ofreciendo literatura como si fueran estampitas. Se llamaba El coraje del pueblo. Los muchachos que escribían eran de clases humildes. La gente seguramente pensaba: 'Al menos no están robando'. Y nos compraban un ejemplar, como quien le da unas monedas a un niño en la esquina.
—¿Y qué publicaban?
—Historias muy humanas. De gente necesitada. Textos. Gritos. Ensayos de muchachos con hambre de sentido. Cuentos de escritores sin lectores. Crónicas de zonas clandestinas, de lugares donde ni el arte se atreve a llegar.
—¿Y todo eso valía la pena?
—Para nosotros, sí. Era un acto de resistencia. Escribir desde la periferia, sabiendo que no nos iban a leer, era como encender una vela en medio del apagón, no porque uno espere que alguien la vea, sino porque uno se niega a aceptar la oscuridad. Eran cuentos de lustrabotas, aparapitas y estudiantes de literatura que trabajaban en la noche.
—¿Usted también escribía?
—Por supuesto. De noche, con rabia y esperanza. Pero nunca publiqué nada mío en la revista. Yo era el editor. Prefería empujar a otros al vacío. Eso sí: hacía la editorial, pulcra, bien escrita, que contrastaba con muchas de las publicaciones. Usted sabe, muchos de los que escribían lo hacían por vocación, pero sin formación alguna. Era más costoso corregir que publicar la revista. Y si hubiera publicado mis historias, no habría sido del todo honesto con ellos.
—¿Por modestia?
—No. Por miedo. Uno se vuelve editor cuando sospecha que no es lo bastante bueno para firmar sus propios textos. Escribía correctamente, sí, pero carecía de la imaginación de muchos muchachos. Mis historias no eran tan buenas.
—¿Y ahora?
—Ahora guardo mis manuscritos en carpetas. Las abro de vez en cuando, corrijo, borro, vuelvo a empezar. A veces me siento como ese músico que afina el instrumento para un concierto que jamás sucederá.
—Pero ya tiene sus años y todavía no ha publicado.
—No tuve la suerte de algunos muchachos que escribían en la revista, la mayoría con seudónimos literarios. Algunos son escritores reconocidos hoy en día; otros venden sus libros en puestos callejeros o en ferias independientes. Uno de ellos era alcohólico, se hizo famoso en nuestro medio.
—¿Qué edad tiene usted?
—En septiembre cumplo setenta.
—Todavía no entiendo por qué no ha publicado en tantos años.
—Porque el miedo, cuando se instala, no grita. Susurra. Y yo lo escuché demasiado bien.
—¿Miedo a qué exactamente?
—A que no fuera lo bastante bueno. A que, una vez impreso, mi texto no tuviera retorno. Que me juzgaran. Que me vieran de verdad. Usted no sabe lo que es esconderse detrás de las palabras de otros. Yo corregía, editaba, guiaba. Pero mis textos… esos los escondía. Veía lo que hacían con los de otros: eran atacados, humillados. En este país no hay apoyo, solo mucha envidia.
—Pero si escribía bien, alguno lo hubiera valorado. No era necesario esperar que una multitud lo aclamara.
—Sí, pero… escribir bien no es escribir con alma. Y yo sentía que todo lo que salía de mí era correcto, incluso elegante… pero muerto.
—¿Y no pensaba que podía mejorar?
—Lo intenté. Pero cada vez que me acercaba a publicar algo mío, me invadía una sensación extraña. Una mezcla de vergüenza y orgullo. Como si me desnudara en una plaza pública. Empezaba a leer lo que había escrito y me decía: “Esto no es literatura, esto es un capricho”. Cerraba la carpeta y pensaba: “Otro día”.
—¿Nunca buscó una segunda opinión?
—Sí. Le di a leer un texto a un amigo, también escritor. Me dijo que estaba muy bien. Pero yo sospechaba que me lo decía por afecto.
—¿Y si tenía razón?
—Eso era peor. Si tenía razón y era bueno… Pero luego, cuando le pedí que fuera sincero, me dijo que me faltaba creatividad. Eso me hirió. Me mató. Me quedé desolado. Me di cuenta de que no le gustaban mis historias. Y publicarlas sería una responsabilidad solo mía. Y eso me aterraba. Había publicado un pequeño cuento una vez. Pero si era bueno, ¿por qué nadie me pedía que publicara más? ¿Por qué no me leía nadie? ¿Por qué no me publicaban en otras revistas? ¿Y si era malo, por qué nadie me lo decía, por cortesía? No hay salida buena en ese juego. Uno no sabe si realmente es bueno o no.
—¿Nunca pensó en autopublicarse y olvidarse de la buena voluntad de otros?
—Claro que sí. Pero incluso ahí aparece el monstruo: ¿y si imprimo cien ejemplares y nadie los compra? ¿Y si se ríen? ¿Y si me convierto en el ejemplo de lo que no se debe hacer?
—Pero usted ya no tiene veinte años. ¿Aún le importa eso?
—Más que nunca. Cuando uno es joven, se arriesga. La vergüenza se pasa. Pero cuando uno envejece, cada decisión se vuelve definitiva. La vida ya no tiene tanto espacio para el ridículo.
—¿Entonces se resignó?
—No. Pero me oculté. Me convertí en ese personaje que todos saludan por su trabajo con otros escritores, pero que nadie lee por lo que él mismo escribe. Me buscan para que corrija los escritos de otros.
—Es una paradoja triste.
—No. Es la tragedia del que se exige tanto que se inmoviliza. La psicología moderna tiene nombres para eso. Yo solo digo: me ganaron mis fantasmas.
—¿Y si publica ahora, a los setenta?
—A veces me lo imagino. Una última jugada. Sin esperar nada. Ya estoy enfermo, ¿sabe? No me queda mucho tiempo. Lo haría por dejar constancia. Un cuaderno con mi nombre. Aunque nadie lo compre. Aunque nadie lo lea.
—¿Y lo hará?
—No sé. Quizá si alguien me lo pregunta de nuevo dentro de un año.
—Yo se lo pregunto ahora: ¿lo hará?
—Hoy… solo puedo decir que todavía no he cerrado la carpeta.
—¿De qué trata la obra? ¿Cuentos, poemas, novela?
—Es una novela.
—Espero leerla pronto.
Tenía que irse. Nos despedimos y nunca volví a verlo.
Tiempo después me enteré, por esas cosas del destino, de que había muerto. Un amigo común me escribió: “¿Supiste lo del viejo?”. No lo sabía, y me contó. Había fallecido en su habitación alquilada, solo. Me dijeron que una hija lo visitaba de vez en cuando. Logré conseguir su número. Le escribí. Le pregunté por él, por su entierro, por su novela.
—Le hicimos una colecta —me dijo—. Unos vecinos, unos amigos, la señora de la librería… ya sabe, nadie importante, pero gente buena.
—¿Y su libro? —pregunté.
—¿Qué libro?
—Él me habló de una novela.
—No sé... yo solo recogí unas cosas. Algunos libritos suyos se regalaron, otros se perdieron. Quedan unas tres cajas con hojas sueltas, fotocopias, recortes. Si quiere, puede venir a verlas.
Quedamos un día. Fui y, debo confesarlo, mantuve la esperanza de encontrar el manuscrito. La esperanza casi ridícula que él nunca se atrevió a mostrarme. Busqué entre papeles manchados, textos a máquina, cuentos inconclusos, poemas doblados como servilletas. Había algo de ternura en ese caos. Pero también un silencio insoportable. Como si cada hoja dijera: “Dejé que se fuera el tiempo”.
Finalmente encontré un cuaderno. Estaba casi vacío. Le faltaban las hojas. Las dos primeras permanecían, torcidas por la humedad. Allí, con letra algo temblorosa, decía:
“Gracias a quien me dio fuerzas para seguir escribiendo. Esta será mi última historia. Esta vez sí. Esta vez la termino, gracias a él”.
Todo lo demás estaba arrancado y perdido. Nada más.
Las demás hojas, las verdaderas, no estaban. Tal vez nunca existieron. Tal vez fueron arrancadas por vergüenza o tiradas al fuego. O quizá alguien las arrojó, sin saber que allí, entre tachaduras y márgenes vencidos, dormía la novela de un escritor que nadie leyó.
Detrás del cuaderno, adherida como una última súplica al cartón, hallé una servilleta cuidadosamente doblada. Su blancura desentonaba con todo lo demás. Parecía reciente. En la parte superior, escrita en tinta negra y con su inconfundible letra, leí:
Poema para cuando ya es tarde
No me faltan las historias que contar,
sino el valor para poderlas crear.
Tiemblan mis dedos sin parar,
de angustia, de miedo y dolor.
Mil veces he empezado con fervor,
mil veces he huido del final.
No por falta de papel,
sino porque cada página me juzga.
Quise escribir para que alguien me escuche,
pero nunca hablé en voz alta.
Quise dejar un legado,
pero no supe si era digno de ser leído.
Hoy las palabras pesan más que los silencios,
y cada línea no escrita
me reclama con su ausencia.
No sé si fui cobarde o prudente:
solo sé que el tiempo ya no espera.
Y yo, con esta tinta casi seca,
solo dejo un rastro,
una súplica doblada
dentro de una servilleta.
La guardé como se guarda una carta póstuma: sin tocar más de lo necesario. Era su testamento sin adornos. Su única obra desnuda. Tal vez la única que dejó y no corrigió.




Este cuento esta maravilloso,veo que estas creando poco a poco un estilo de escritura propio,me gusto como narras la vida del escritor que nunca intento publicar nada de su autoria por miedo al fracaso sin comprender que la mas bella derrota dentro del mundo literario es ser leido por una sola persona que mata el aburrimiento con tu texto en algun inodoro publico o en un taller de mecanica...