¿Por qué decir “te amo” ya no vende?
- Harold Kurt
- 30 abr
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 7 may
“Donde el amor reina, no hay voluntad de poder,y donde predomina el poder, falta el amor. Uno es la sombra del otro”.
— Carl Gustav Jung
Decir “te amo” ya no conmueve, no sacude, no sorprende. En la era del like inmediato y del vínculo exprés, el amor ha dejado de ser una experiencia profunda para convertirse en un producto más: editable, prescindible, descartable. Vivimos en un tiempo donde se prefiere la conexión eficiente a la entrega incómoda; donde el algoritmo sustituye al misterio, y el deseo ha sido higienizado por plataformas que prometen compatibilidad, pero evitan el conflicto. En este escenario, decir “te amo” parece una reliquia romántica, más cercana a la nostalgia que a la revolución afectiva. Slavoj Žižek, entre otros pensadores contemporáneos, ha advertido que el amor auténtico no es armonía sino desajuste, no perfección sino aceptación radical del otro. Amar, hoy, es casi un acto subversivo.
Esta reflexión nace, curiosamente, de un capítulo de la serie Merlí, donde Žižek irrumpe como un Cupido iconoclasta: su flecha no apunta al corazón, sino a la razón. En dicho episodio se plantea que el amor auténtico no es un delirio idealizante ni una fantasía romántica de perfección (altura, ingresos, signo zodiacal, tipo de sangre y, sí, que comparta tu odio por la piña en la pizza), sino que conviene en la aceptación radical de la imperfección del otro. Esta afirmación encierra una carga filosófica considerable y se inscribe en una tradición de pensamiento que cuestiona las nociones edulcoradas del amor y reivindica su dimensión trágica, conflictiva, incluso violenta.
Para Žižek, el amor no es una experiencia idílica, sino una irrupción traumática en la economía subjetiva del individuo. Su estructura responde a la de un acontecimiento radical: una elección arbitraria que, al decir “te amo a ti y no a cualquier otro”, subvierte la lógica de lo universal para instaurar la contingencia absoluta. Amar, en este sentido, es una forma de violencia simbólica: interrumpe la comodidad del yo, lo expone, lo descentra y lo lanza a una dimensión de entrega y vulnerabilidad.
El filósofo esloveno critica duramente la idea posmoderna del amor como emparejamiento racional, como algoritmo de compatibilidades. Esta concepción —según él— neutraliza el poder subversivo del amor, que no nace de la armonía, sino del desajuste: de elegir precisamente aquello que no encaja del todo, aquello que escapa a toda funcionalidad. En sus palabras: “El verdadero amor comienza cuando aceptamos al otro con todas sus pequeñas [o grandes] imperfecciones, incluso aquellas que nos irritan. Eso es lo que lo hace real”. Amar, en este sentido, sería afirmar: “Esto, esto que nadie más ve en ti, yo sí lo veo. Y me fascina. Aunque ronques como un tractor o digas ‘haiga’”; o, mejor, que ya no lo diga, porque está mal, y se convierta en indicador de su crecimiento y educación, fruto de esa relación.
En esta línea, Žižek interpreta el amor como resistencia frente a la lógica neoliberal del deseo “higienizado”, optimizado y sin fricción. Amar es, por el contrario, abrazar lo disfuncional, lo imprevisible, lo incompleto. Es elegir lo que incomoda, lo que nos saca del eje y nos enfrenta con nuestra propia precariedad.
Ortega y Gasset, por su parte, ofrece en Estudios sobre el amor (1927) una visión complementaria. Para él, amar es una forma extrema de atención: el yo que se desborda y reorganiza su mundo en torno al ser amado. El amor auténtico —dirá— no es ceguera, como reza el lugar común, sino clarividencia: es ver en el otro lo que los demás no perciben, una promesa de infinitud, una riqueza latente. “Amar es sentir que el ser del otro es inagotable.”
No obstante, Ortega también advierte contra el peligro de la idealización, ese espejismo donde proyectamos nuestros anhelos en el otro. Por eso, el amor maduro exige un segundo movimiento: una aceptación lúcida del carácter real del amado, con sus límites, su sombra y su tiempo. “Amar es sentir que el otro es necesario para que yo sea yo.” Así, tanto Žižek como Ortega coinciden en que el amor no se funda en la perfección, sino en la aceptación de lo real.
En Imagen y Sentido abordo cómo estas ideas se ven desafiadas por la cultura digital, donde la tecnología ha instaurado nuevas formas de conexión que desdibujan los vínculos humanos. Cito allí un fragmento de la película Her, donde el protagonista se enamora patológicamente de una inteligencia artificial, desplazando la posibilidad de una relación con alguien real. Lo que parecía entonces ciencia ficción se ha convertido en actualidad: el caso de Akihiko Kondo, quien se casó con un holograma de Hatsune Miku, lo ilustra de manera inquietante. Sin silencios incómodos, sin suegros.
Estos fenómenos revelan una sociedad inmersa en el laxismo emocional y la cultura light, donde la complejidad de la relación amorosa ha sido sustituida por la inmediatez de la conexión. Hoy el amor se vive entre “likes”, matches y gifs de perritos. Lo profundo se sospecha patológico. Si el amor no suma seguidores, ¿para qué esforzarse? El compromiso suena a cadena perpetua. En vez de relaciones, tenemos feedback. En vez de crisis, actualizaciones de estado. Hemos llegado a un punto en que una relación “seria” significa compartir Netflix y no espiar el celular del otro.
Así, el amor se ha vuelto mercancía de consumo rápido, despojada de conflicto, misterio y densidad. Solo se “ama” lo que responde a nuestros apetitos inmediatos. Esta reducción refleja lo que Erich Fromm denunció en El arte de amar: una concepción del amor como producto intercambiable, regido por la lógica del mercado. Para Fromm, amar es un arte que requiere disciplina, paciencia, madurez y, sobre todo, un acto de voluntad. Amar es conocer y respetar al otro, y no meramente buscar satisfacción personal. Desde esta perspectiva, Fromm coincide con Žižek en su crítica a la gratificación instantánea, que transforma el amor en un simulacro vacío de profundidad. No es “me haces feliz, por eso te amo”, sino “te amo, incluso cuando no me haces feliz, aunque a veces me desees la muerte y aunque te hayas olvidado el aniversario otra vez”.
Stendhal lo expresó con singular belleza: “Ir sin amor por la vida es como ir al combate sin música, como emprender un viaje sin un libro, como ir por el mar sin estrella que nos oriente.”
En Imagen y Sentido también reflexiono sobre el espejismo de las redes sociales: con cientos de “amigos”, creemos no estar solos, pero muchos de esos vínculos carecen de genuinidad. En vez de forjar relaciones, nos convertimos en publicistas de nosotros mismos, buscando aprobación en lugar de encuentro. Se olvida que el amor —aunque pueda nacer de la espontaneidad— es siempre el fruto de una construcción compartida, un delicado tejido de esfuerzos mutuos.
Søren Kierkegaard, en El concepto de la angustia (1844), enriquece esta reflexión desde una perspectiva existencial. Para él, el amor no es un impulso emocional, sino una elección radical, una decisión consciente que implica libertad, riesgo y compromiso. El amor verdadero, según Kierkegaard, nace de la aceptación de la finitud y la angustia inherente al ser humano. No se ama desde la perfección, sino desde la fragilidad; no se ama para huir del dolor, sino para asumirlo junto al otro.
Friedrich Nietzsche, en Así habló Zaratustra, se aparta de toda concepción sentimental del amor. Rechaza la idea del amor como sumisión o negación de uno mismo. En cambio, lo concibe como afirmación vital: el amor como impulso creador, como voluntad de poder entendida no como dominación, sino como fuerza transformadora. Para Nietzsche, el amor auténtico no busca seguridad ni consuelo, sino crecimiento y desafío. No es fusión ni posesión, sino enfrentamiento lúcido con lo otro. “A partir de que me enamoro, pierdo mi identidad y me convierto en el otro”: esto es precisamente lo que debe evitarse. Amar, para Nietzsche, es mantenerse fiel a uno mismo mientras se construye algo nuevo con el otro.
Estas concepciones filosóficas se oponen radicalmente a la lógica contemporánea del amor como objeto de consumo inmediato. En una sociedad que privilegia lo cómodo, lo eficiente y lo rápido, el amor auténtico se presenta como un acto de resistencia: complejo, imperfecto, a veces doloroso, pero profundamente humano. Amar, en este sentido, es desafiar la deshumanización, es elegir la profundidad frente a la superficialidad, el compromiso frente a la evasión, la verdad frente al espectáculo.
Porque el amor, en su forma más genuina, no se deja reducir a algoritmos ni a apariencias. Porque sí, amar es un arte —como decía Fromm—, y, como todo arte, exige disciplina, paciencia y muchas veces una buena dosis de locura. El amor auténtico es casi un acto subversivo. Amar es resistir. Amar es, en efecto, el último lujo que nos queda en tiempos de Wi-Fi. Es una experiencia límite, un acontecimiento vital que, como todo lo que vale la pena, exige coraje, madurez y entrega.




Te hace dar cuenta de que hasta en el amor estamos atrapados en la lógica del mercado. Lo de Žižek y los otros: ya no amamos, solo buscamos compatibilidad. Muy bueno, da para releerlo.