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¿Libres o manipulados?

  • Foto del escritor: Harold Kurt
    Harold Kurt
  • hace 5 días
  • 11 Min. de lectura

Las técnicas ocultas del poder para moldear la opinión pública

“La triste verdad es que la mayor parte del mal la hacen personas que nunca se deciden a ser buenas o malas”


- Hannah Arendt



¿En qué momento la política dejó de ser el arte de servir al bien común para convertirse en una industria del poder y del engaño?

Esta pregunta me ronda desde hace tiempo, quizá porque nunca he sentido una genuina atracción por el ejercicio político —al menos no por ese que hoy se exhibe con cinismo en plazas públicas y pantallas digitales—. Confieso, sin reservas, que mi distancia no nace de la indiferencia, sino del desencanto (esa forma elegante del hastío). Y, sin embargo, hay algo profundamente inquietante en observar a las multitudes —hombres y mujeres sedientos de sentido, identidad o, simplemente, de una excusa para discutir en redes— lanzarse con fervor a las trincheras de una facción, muchas veces sin comprender del todo los móviles que los arrastran. ¿Qué fuerza los impulsa a defender siglas como si fuesen dogmas? ¿Qué los hace aferrarse, una y otra vez, a promesas que invariablemente se diluyen en la realidad? En contextos polarizados como en este país, muchos ciudadanos apoyan con fervor a sus líderes sin cuestionar sus decisiones, incluso cuando estas contradicen los principios que enarbolaban inicialmente (como la alternancia en el poder o la independencia de poderes).

Seducidos, acaso, por la expectativa de una redención material que nunca llega, se conforman con limosnas estatales (eso sí, con logotipo institucional bien visible), mientras una élite, encaramada en la cúspide partidaria, convierte el aparato público en fuente inagotable de privilegios. La política, otrora espacio de deliberación y construcción de lo común, parece haberse degradado hasta convertirse en un mecanismo de administración de ilusiones y reparto de migajas, a los muchos, todo ello revestido con la solemnidad de quien otorga medallas. En muchas democracias, los partidos prometen cambios estructurales (reforma judicial, lucha contra la corrupción), pero una vez en el poder, se limitan a mantener el statu quo. Se entregan bonos o subvenciones como paliativos, mientras se perpetúan redes clientelares.

Pero, ¿cuáles son los mecanismos profundos que arrastran a tantos hacia los partidos políticos? ¿Se trata únicamente de apetitos económicos? ¿O será que vastos sectores sociales son conducidos por fuerzas que escapan a su conciencia, atrapados en tramas que no alcanzan a descifrar? ¿Cuáles son esos dispositivos de manipulación?

A medida que las sociedades modernas se tornan más complejas (y nuestras conversaciones más breves), la información se disuelve en una cacofonía de estímulos, el poder deja de sustentarse en la deliberación racional y en la construcción de consensos lúcidos. La política contemporánea, sometida al vértigo de la inmediatez y al vaivén de emociones colectivas cuidadosamente inflamadas, ha perfeccionado el arte de la manipulación. Gobernar ya no consiste en decidir sobre lo real, sino en modelar percepciones, dirigir afectos y fabricar consensos ficticios. El núcleo del poder se ha desplazado: no se gobierna la realidad, sino aquello que las multitudes creen que es real. Un buen gobierno ya no se mide por sus logros, sino por su capacidad de generar una sensación: la de que todo marcha bien... o, al menos, mejor que con el otro. Como las campañas que aseguran una “recuperación económica histórica” mientras la inflación, el desempleo y el costo de vida aumentan. La narrativa es tan poderosa que llega a desdibujar la experiencia concreta de los ciudadanos.

Y es en ese desplazamiento donde se fragua la gran paradoja de nuestra era: cuanto más se invocan la democracia, la participación y la libertad, más se refuerzan las condiciones de pasividad, obediencia e ilusión. Se simula el debate, se teatraliza el disenso, pero lo que pocos advierten es que el guion ya ha sido escrito por quienes controlan los mecanismos de producción simbólica. Las mayorías actúan con entusiasmo en una escena que creen espontánea, sin saber que el desenlace ha sido cuidadosamente pactado tras bastidores. Así, los ciudadanos, convencidos de ser protagonistas, no notan que han sido relegados a simples figurantes en el gran teatro del poder. Parlamentos donde la oposición cumple una función decorativa y las decisiones reales se toman en cúpulas partidarias o en pactos inconfesables. Las elecciones se convierten en rituales de legitimación, más que en herramientas de transformación.

La política se ha convertido en la vía más expedita para obtener poder y riqueza. Su mayor artimaña consiste en ilusionar a los votantes con promesas de bienestar que jamás se materializan plenamente. A cambio de su voto, el ciudadano recibe promesas infladas y soluciones “en camino” —que se extravían, claro, en alguna curva burocrática—. Se le ofrece una ficción de progreso: un empleo mal remunerado, una ayuda eventual, una migaja institucional que basta para que crea haber alcanzado la mejora prometida. No percibe —o no quiere percibir— que, aun con trabajo, sus condiciones de vida continúan deteriorándose, cada vez más sometidas a la precariedad y a la angustia cotidiana. Les basta con sobrevivir para estar agradecidos. Basta con no morir de hambre para aplaudir. El poder ya no reprime: administra carencias con eficiencia suiza y marketing caribeño. Como la entrega de bolsas de alimentos con logos del gobierno antes de elecciones, o la construcción de obras inconclusas cuya sola presencia se convierte en propaganda. Todo ello mientras los servicios básicos continúan deteriorándose. Justo ahora, en época de elecciones, mientras escribo este ensayo, veo de casualidad una fotografía que muestra a los candidatos políticos comiendo en los mercados.

Resulta inquietante constatar cómo se ha normalizado este estado de cosas. Hemos llegado a un punto en que el acceso a un plato de comida al día se celebra como una conquista del gobierno. El horizonte de expectativas se ha reducido dramáticamente: ya no se aspira a una vida digna, sino apenas a una subsistencia decorosa. El conformismo se ha institucionalizado. Se ha inoculado en la conciencia colectiva la idea de que basta sobrevivir para agradecer. Así, el poder ya no necesita oprimir abiertamente: le basta con administrar escasez y distribuir migajas, generando la ilusión de que algo se está haciendo, de que se está “trabajando en ello”.

Este fenómeno no es solo consecuencia de la manipulación política, sino también del progresivo empobrecimiento del imaginario colectivo. Se ha vaciado el sentido profundo de la ciudadanía, reduciéndola a la condición de simple consumidora de políticas públicas. El ciudadano ya no se concibe como sujeto político, activo y deliberante, sino como beneficiario pasivo de favores estatales. Mientras tanto, los verdaderos mecanismos de decisión permanecen ocultos, resguardados tras la escenografía del espectáculo democrático. La figura del “beneficiario” de planes sociales reemplaza al ciudadano exigente. La participación se reduce a aplaudir o replicar consignas, no a deliberar o cuestionar el rumbo del país.

Uno de los dispositivos más eficaces para orientar a las grandes colectividades consiste en reducir la complejidad. Las realidades matizadas, contradictorias y densas se simplifican hasta convertirse en relatos dicotómicos y maniqueos. Todo se resume en binomios de fácil digestión: los buenos contra los corruptos, el pueblo contra la élite, los patriotas contra los traidores. Esta lógica no pretende esclarecer, sino movilizar. Al erigir un enemigo —real o ficticio—, el líder se erige a sí mismo como redentor.

En este sentido, emerge la retórica populista de líderes que denuncian enemigos internos —la prensa, las ONG, la clase media “traidora”— para consolidar adhesiones. Cualquier crítica se convierte en un “ataque al pueblo”. Ya no triunfan por la solidez de su gestión, sino por encarnar la salvación frente a una amenaza cuidadosamente construida —y, muchas veces, imaginaria—. No importa si el héroe roba, mientras lo haga con estilo y se tome selfies con niños.

Otra herramienta cardinal es el lenguaje: ese instrumento sutil, casi invisible, del poder. Lejos de ser un medio transparente para comunicar ideas, el discurso político se reviste de eufemismos y fórmulas cuidadosamente calculadas. Se habla de “reingeniería institucional” para encubrir despidos masivos; de “ajustes fiscales” como máscara de recortes brutales.

En España, durante la crisis de 2008, se emplearon expresiones como “ajuste estructural” o “flexibilización del mercado laboral” para ocultar recortes, precarización y pérdida de derechos. En América Latina, términos como “refundación del Estado” enmascaran procesos de concentración de poder.

Se presume —no sin razón— que amplios sectores de la población no indagarán demasiado en la verdadera carga semántica de estos términos, ya sea por desconocimiento o por la resignación cultivada a fuerza de repeticiones vacías. A ello se suma el uso constante de consignas emotivas: “cambio”, “dignidad”, “justicia” ... palabras convertidas en talismanes, tan repetidas que han perdido todo pudor. Se blanden como banderas, pero ya no dicen nada. Son ídolos de barro que cualquier facción puede moldear según la ocasión.

La ambigüedad calculada es otra estrategia habitual: una misma frase puede significar lo que uno quiera, según el momento y el público. Ya no importa decir la verdad, sino parecer veraz. Se legisla, se interpreta, se gobierna con un lenguaje de doble fondo, donde las palabras han dejado de ser instrumentos de claridad para convertirse en herramientas de manipulación. Así, la política renuncia al sentido para sumergirse en una retórica nebulosa, donde todo puede significar su contrario. Se reinterpretan leyes, tratados y constituciones al antojo de quien detenta el poder, como si el lenguaje mismo fuese una masa blanda lista para amasar según la agenda del día.

En este escenario, la posverdad —ese régimen discursivo donde los hechos objetivos tienen menos peso que las emociones, las creencias o los intereses ideológicos— no es una desviación del sistema: es su perfeccionamiento. Lo importante ya no es que una afirmación sea cierta, sino que genere reacción. La emoción se impone al dato; la creencia, a la evidencia; el color de la camiseta, al argumento. En esta inversión de jerarquías, lo real se subordina a lo verosímil, y lo verosímil a lo deseado.

Las redes sociales operan como amplificadores de esta lógica: un bulo indignante circula más rápido que cualquier análisis riguroso, y alcanza mayor repercusión. La política ya no necesita convencer: necesita conmover. Y si es posible, atemorizar. Porque una población inquieta, ansiosa o asustada es mucho más fácil de conducir. El líder contemporáneo lo sabe: el miedo es más eficaz que la razón. Y, además, no exige pruebas.

Los medios de comunicación, por su parte, han dejado de ser el cuarto poder para convertirse en el cuarto actor del elenco oficial. Encuestas sesgadas, titulares direccionados, debates monocordes... todo contribuye a fabricar la ilusión de consenso. Se margina toda disidencia tildándola de extremista, de resentida o, peor aún, de antisistema. Ya no hace falta censurar: basta con desprestigiar. El silencio no se impone, se induce.

En esta era de la política-espectáculo, el contenido ha sido definitivamente eclipsado por la forma. El político se transmuta en actor; la gestión, en performance. Lágrimas en horario estelar, abrazos públicos a desconocidos, frases diseñadas para volverse virales. Gobernar ya no es administrar, sino escenificar. El asesor ya no es el politólogo, sino el experto en imagen, el director de escena. La viralidad importa más que la verdad. El enemigo —real o imaginario— se vuelve indispensable: sin conflicto, no hay show.

Pero no todo es símbolo ni puesta en escena. También hay mecanismos muy concretos que aseguran la reproducción del poder. Uno de ellos es el clientelismo: redistribuir recursos públicos a cambio de fidelidad política. Esta dinámica crea vínculos de dependencia que anestesian la crítica. A ello se suma la cooptación de líderes sociales, periodistas, artistas: se los seduce con cargos, prebendas o reconocimientos. La resistencia civil se neutraliza no con represión, sino con contratos. Es el arte de comprar conciencias al por mayor. Y como en todo mercado, mientras haya demanda, siempre habrá oferta.

Las masas, abordadas como entes emocionales y no como sujetos racionales, se convierten en terreno fértil para este tipo de manipulaciones. El individuo, aislado, puede reflexionar, dudar, discernir. Pero en grupo, amalgamado por emociones compartidas, se vuelve más predecible. Esta vulnerabilidad se explota con pericia. Una de las estrategias más eficaces consiste en mantener a la población embelesada con trivialidades: farándula, escándalos, deportes. Mientras se discute acaloradamente sobre la última celebridad o el gol del domingo, las decisiones realmente importantes se toman lejos del ojo público y a puerta cerrada.

Otra táctica muy útil es la creación deliberada de crisis para implementar soluciones previamente diseñadas. Se genera una escasez, se estimula una alarma —sanitaria, económica o de seguridad— y luego se ofrece una salida que, en condiciones normales, sería inaceptable. La aceptación llega por la vía del miedo. Si además los cambios se aplican de forma gradual, el efecto es aún más letal. Como en la metáfora de la rana hervida: el agua se calienta tan lentamente que, cuando se quiere saltar, ya es demasiado tarde.

Se prefiere una ciudadanía conmovida antes que crítica. El miedo, la esperanza, el orgullo... todas las emociones son más funcionales al poder que la razón. Por eso se promueve una pedagogía de la ignorancia. Se infantiliza al ciudadano, se le explica la realidad con muñecos, cuentos o analogías ridículas. No se le respeta porque se lo considera incapaz. Y cuanto más se debilita su capacidad de análisis, menos posibilidades tiene de rebelarse.

Incluso en los escenarios más sutiles, se inculca la culpa individual por males que son estructurales. Si no encuentras empleo, es porque no te esfuerzas. Si vives en la miseria, es por falta de iniciativa. Este relato convierte al individuo en su propio carcelero. No protesta: se culpa. No se indigna: se avergüenza. Y mientras tanto, se lo bombardea con información fragmentaria, desconectada, caótica. La ignorancia ya no se produce por omisión, sino por saturación. El ciudadano no piensa menos porque le falten datos, sino porque le sobran.

Por último, añadiría que se exalta el éxito inmediato, la riqueza sin escrúpulos, el consumo como sentido de la existencia. Se celebra la desmesura, se normaliza la trampa, se difumina la responsabilidad ética. Así se forja una ciudadanía pasiva, atrapada en el frenesí del instante, políticamente rudimentaria y emocionalmente volátil, polarizada en torno a banderas partidarias que se agitan como camisetas de fútbol. Porque sí: hoy la política se vive como hinchada. Y el pensamiento, como un lujo innecesario.

En este escenario donde el discurso democrático se vacía de contenido y el ciudadano es reducido a espectador con derecho a aplaudir, surge una inquietud esencial: ¿somos realmente libres? O, en términos más precisos, ¿no será que la libertad, tal como hoy la concebimos, ha sido cuidadosamente reconfigurada como una ilusión funcional al sistema?

El filósofo coreano Byung-Chul Han advierte que la violencia actual ya no se ejerce de manera visible ni coercitiva, sino como una autoviolencia: el sujeto se explota a sí mismo en nombre del rendimiento, de la positividad, del éxito. Este modelo encaja con una forma de dominación que no prohíbe, sino que seduce; no impone, sino que persuade dulcemente. En esta lógica, la manipulación ya no se basa en la censura o la represión, sino en la sobrecarga, el entretenimiento y la hiperconexión. Se trata de una libertad vigilada, anestesiada por pantallas, likes y recompensas simbólicas.

Nuestra tarea, entonces, es ardua pero urgente: restituir el pensamiento crítico como acto político, recuperar el lenguaje como herramienta de lucidez, reapropiarnos de la verdad como búsqueda, aunque duela, aunque no venda. Solo así podremos reconstruir una ciudadanía que no se conforme con sobrevivir, sino que aspire a vivir con dignidad, autonomía y conciencia de vida.

Decálogo de Estrategias de Manipulación de Masas

1.    Creación de enemigos comunes

Promover la idea de un "enemigo" externo o interno (grupos, ideologías, países) para unificar a las masas bajo un objetivo común y desviar la atención de problemas reales.

2.    Simplificación y reducción al estereotipo

Usar mensajes simples, emocionales y repetitivos en lugar de argumentos complejos, facilitando la aceptación acrítica.

3.    Repetición constante (efecto de verdad ilusoria)

Repetir una mentira o consigna hasta que se perciba como verdad (Goebbels: "Una mentira repetida mil veces se convierte en verdad").

4.    Control de la información (censura o saturación)

Ocultar datos relevantes (agenda setting) o inundar con información trivial para generar confusión o apatía (infoxicación).

5.    Apelación a emociones, no a la razón

Usar miedo, ira, culpa o esperanza para anular el pensamiento crítico y provocar reacciones viscerales.

6.    Promoción de la distracción

Mantener a la población ocupada con entretenimiento, noticias superficiales o crisis artificiales para evitar que reflexione sobre temas importantes (pan y circo).

7.    Falsa dicotomía (polarización)

Reducir debates complejos a dos bandos opuestos, obligando a las personas a elegir sin matices y aumentando la división social.

8.    Uso de líderes carismáticos y autoridad

Presentar figuras "salvadoras" o expertos como incuestionables, aprovechando la tendencia humana a obedecer a la autoridad (efecto Milgram).

9.    Normalización gradual

Introducir cambios drásticos de forma lenta para que sean aceptados sin resistencia (ejemplo: "la rana hervida").

10.    Promesa de recompensas futuras

Justificar sacrificios presentes con beneficios vagos o lejanos ("Es por su bien"), posponiendo demandas sociales.

 

Estas técnicas han sido analizadas por pensadores como Sylvain Timsit —autor de Stratégies de manipulation, texto frecuentemente atribuido a Chomsky—, Edward Bernays, considerado el padre de la propaganda moderna, y Hannah Arendt, en sus estudios sobre el totalitarismo.

1 Comment


Guest
hace 5 días

La sección sobre la creación de enemigos comunes es muy buena, explica cómo el poder desvía el descontento social hacia chivos expiatorios, evitando así cuestionamientos estructurales. Sin embargo podría profundizar en las redes sociales y como han acelerado estas dinámicas, sería muy educativo, como el uso de bots o algoritmos para distorsionar percepciones.

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